"Unidos en Cristo para Evangelizar"
10 de Agosto de 2016
Compartimos la reflexión del P. Antonio Giacona sobre la Confesión
 



Todos los sacramentos no son ninguna obligación, sino que sencillamente un don gratuito de Dios, una manifestación de su gracia, una prolongación en la historia de las palabras que Jesús pronunciaba y los gestos que Él hacía para responder a las necesidades más básicas y urgentes de las personas que encontraba, necesidades que son las mismas nuestras después de 2.000 años, porque son las necesidades de cualquier persona humana. Entre todas estas palabras y estos gestos, evidentemente en el Evangelio encontramos gestos, palabras y parábolas que responden a nuestra necesidad de ser curados, sanados de nuestro propio mal. Justamente a esta necesidad responde el sacramento de la confesión.

En su catequesis del 19 de febrero de 2014, el Papa Francisco nos recordaba: “Llevamos la vida [nueva que Cristo nos dona] en ‘vasijas de barro’  (2Cor 4.7), estamos aún sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida… El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien”.

¿Quién no ha sentido y no siente esta necesidad elemental de ser curado, de ser sanado? ¡La confesión es donada a quien vive esta urgente necesidad de ser curado! Sentir esta necesidad es la única condición para poderla recibir adecuadamente.

Quien vive esta necesidad, sabe muy bien que no se la puede responder solo, no se puede curar solo, no se puede perdonar por sí mismo, no puede reparar el mal hecho. No está en su poder y no está en el poder de los hombres. En efecto uno quisiera anular lo hecho, quisiera simplemente no haberlo hecho. En una obra de teatro, Miguel Mañara, (una versión del don Juan Tenorio), cuando don Miguel llega arrepentido y aplastado por el remordimiento a confesarse, el padre que lo recibe, con una cierta fuerza a un cierto punto le dice: “Es que tú sigues pensando en esas cosas que ya no existen, incluso que nunca existieron!”. Esto es lo que necesitamos escuchar, cuando tenemos conciencia de nuestro mal, no menos que esto: escucharlo de Uno que tiene la autoridad de decirlo y el poder de realizarlo. Jesús por los méritos de su pasión, muerte y resurrección puede y quiere realizar este milagro.

El domingo 13 de marzo de este año, el Papa, en el Ángelus, comentando el episodio de la adúltera, nos dio una imagen extraordinariamente calara, hermosa y sencilla de lo que pasa con la confesión.  Dijo: “[Al final] se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva”. Nos confesamos para repetir esta experiencia todas las veces que lo necesitamos.

Pero queda la pregunta, tal vez la última: ¿por qué la confesión con el sacerdote y no directamente con Dios?

Escuchemos una vez más al Papa que nos responde en la misma catequesis ya citada, explicándonos que ni el pecado, ni el perdón son un asunto privado: pertenecemos a la comunidad cristiana, al santo pueblo de Dios y todos los aspectos de nuestra vida tienen objetivamente una dimensión comunitaria.

“Es la comunidad cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu, quien renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que le alienta y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana”.

Terminemos esta reflexión con la conclusión de la misma catequesis, recordando el final de la parábola del hijo pródigo, que es también el final de cada confesión.

“Queridos amigos, celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta”.

       






Dirección: Avenida Vitacura #7401, Comuna de Vitacura Teléfonos: (+56 2) 2242 2401   Mail: parroquia@loscastanos.cl