"Unidos en Cristo para Evangelizar"
22 de Noviembre de 2017
El Padre Roberto nos comparte la reflexión: María, una eterna juventud
 



 Queridos amigos,

Seguimos con el Mes de María. Aquí les entrego una sencilla reflexión sobre nuestra Mamá del cielo. Ella es -después de Dios- la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y de nuestras alegrías ¿Cuántos años tiene hoy la Virgen? Dos mil... y muchos. No importa. Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo, donde se participa de la juventud de Dios, quien, al decir de San Agustín, «es más joven que todos», porque es inmutable y eterno, ¡no puede envejecer!

Si Dios, ahora, hubiera comenzado a existir,  sería como el primer instante de su existencia. Pero, no. Dios no tiene comienzo ni fin, «es» eternamente, pero no «eternamente viejo», sino «eternamente joven», porque es eternamente Vida en plenitud. Él es la Vida.

María como criatura que es goza de una unión con Dios más íntima. También es la más joven de todas las criaturas, la más llena de vida humana y divina. Juventud y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando caminamos hacia Dios que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de alegría. Las limitaciones y deterioros biológicos han de verse con los ojos de la Fe, como medios para la humildad que nos dispone al gran salto a la vida plena en la eternidad de Dios.

Desde siempre la Virgen gozó de una madurez interior maravillosa. Lo observamos en cuanto aparece en los relatos evangélicos, «guardando» todas las cosas en su corazón, a la luz de su agudo entendimiento iluminado por la Fe. Ahora posee la madurez de muchos siglos de Cielo -casi veinte-, con una sabiduría divina y una sabiduría materna que le permite contemplarnos con un mirar profundo, amoroso, recio, tierno, que alcanza los lugares más recónditos de nuestro corazón. Nos conoce y comprende a las mil maravillas, mucho más que cualquier otra criatura.

Ella es -después de Dios- la que más sabe de nuestra vida, de nuestras fatigas y de nuestras alegrías. Por eso sabemos que siempre está cerca, muy cerca, muy apretada a nuestro lado, confortándonos con su sonrisa,  disculpándonos cuando nos portamos de un modo indigno de hijos suyos. Sus ojos misericordiosos nos animan -qué bien lo sabe- a ser más responsables, a estar más atentos al querer de Dios.
Ella comprende también ahora que no hallemos palabras adecuadas para expresarle nuestro cariño. Le bastan nuestros deseos, nuestros corazones vueltos hacia el suyo, nuestra mirada en la suya y nuestros propósitos -firmes y concretos- de tratarla y quererla así cada día más y más.

Oh María, Madre mía, oh consuelo del mortal, amparadnos y llevadnos a la Patria celestial.

 






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