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Dentro de los temas de reflexión que nos ha impuesto obligadamente la pandemia está la realidad inevitable de la muerte. El cómputo de los fallecidos y las metodologías para su contabilización se toman la agenda noticiosa y en algunos lugares forman parte de la disputa política. Detrás de esta realidad se palpa, con toda crudeza, los efectos de la secularización, que se habían empeñado en obviar el sentido espiritual que tiene la muerte. El neopaganismo materialista se rebela contra la muerte y preferiría que el tema no existiese, simplemente porque carece de una respuesta satisfactoria para ello. La preocupación por las realidades temporales ha logrado anestesiar a muchos, que preferirían no enfrentar la pregunta sobre lo que nos depara la muerte.
Para los cristianos la muerte es vida. Ha sido la resurrección del Señor el triunfo definitivo sobre la muerte.
Nos debe ayudar a reflexionar las palabas de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano”.
La Iglesia, transmitiendo el mensaje de la Revelación divina, nos recuerda que “el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado” (G. et S.).
Más que sembrar o caer en la desesperanza que genera el cómputo diario de los fallecidos, y de las predicciones sobre el porcentaje que se ciernen sobre cada país, debemos volcarnos a rezar. De manera concreta, tenemos que prepararnos para alcanzar una buena muerte y pedirla también para todos nuestros hermanos de la familia humana que partirán con esta pandemia. Si rezamos el “Ave María” ya estamos preparando nuestra partida. Es interesante recordar que la segunda parte del Ave María, (“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora, y en la hora de nuestra muerte”) fue agregada durante la peste negra europea, para pedir la protección de la Santísima Madre en este enigma de la vida humana que es la muerte.
Crodegango