Tweet |
|
El lunes 14 de septiembre el calendario litúrgico celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su origen se remonta a la Iglesia de Jerusalén, donde se comenzó a venerar un fragmento de la reliquia de la Cruz. El Papa Sergio (687-701) trasladó dicha costumbre a la basílica de San Juan de Letrán y la revistió de especial solemnidad, de tal manera que ya en el siglo VIII la fiesta se extendió también por todo el Occidente.
Esta celebración nos lleva a recordar un hecho esencial: La Santa Cruz nos recuerda el desenlace trágico de la Pasión y de la vida terrestre del Salvador. El Hijo de Dios fue llevado a un suplicio. Jesucristo murió realmente en la cruz.
San Pablo dirá luego a los Gálatas que La Cruz era “escandalo para los judíos y locura para los gentiles” (Gal. 3, 13). Para entender la profundidad de esta afirmación recordemos que la palabra cruz significa etimológicamente “tormento”. Se trataba de un suplicio de origen oriental, que fue aplicado por los persas, asirios y caldeos, fenicios, griegos cartagineses, egipcios y romanos.
En el caso de Jesús, una vez que triunfó el grito vociferante de la turba que se impuso al débil y acomodaticio gobernante, Pilatos, comenzó la ejecución de la sentencia más injusta que se haya dictado en la historia del mundo.
Sin embargo, La Cruz fue el lugar del triunfo de Jesús. “Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres” (Jn 12, 32).
¿Por qué tenemos que exaltar la Cruz? Porque allí se cumplió lo que nuestro Señor había anunciado. Su muerte en la Cruz fue la obra de redención y reconciliación, prevista para expiar nuestros pecados. Nunca podremos agradecer, de verdad, que Cristo haya muerto por nosotros para salvarnos del pecado.
En la Pasión de Nuestro Señor, la Cruz se convirtió en señal de victoria; en señal de entrega, de paciencia, de amor a la voluntad de Dios.
San Juan Pablo II, en su visita a Chile en 1987, en el famoso “Discurso a los Jóvenes en el Estadio Nacional” nos regaló esta profunda reflexión sobre el triunfo en la Cruz:
“El amor vence siempre, como Cristo ha vencido; el amor ha vencido, aunque en ocasiones, ante sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos incapaz. Cristo parecía impotente en la Cruz. Dios siempre puede más”.
Cruz y gloria son, pues, las dos dimensiones centrales e inseparables del misterio del Crucificado. Le vendrá bien a nuestra alma rezar en estos días la oración, “te adoramos Cristo y te bendecimos, que por su Santa Cruz redimiste al mundo” Amén.
Crodegango