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La palabra cultura proviene de latín cultus, que significa “acción de cultivar o practicar algo”, y que deriva de colere (cuidar, honrar, cultivar…). Gracias a la cultura el hombre desarrolla sus facultades específicamente humanas, con un fuerte compromiso espiritual y, se realiza como persona, con su autonomía y originalidad respecto de los hombres.
Una forma de verificar qué cultura impera en un determinado país es examinar su Constitución. En ella consta el “alma nacional”, en temas tan sensibles como los derechos y libertades, que por ser anteriores al Estado, se deben reconocer a las personas; y los límites que debe tener la autoridad para lograr el bien común. En el caso nuestro, la Carta vigente ha sido el fruto de una tradición jurídica de muchos años de nuestra historia republicana.
La importancia de la Constitución en el mundo moderno proviene del hecho que ese cuerpo legal termina por convertirse en el programa ético que rige a una sociedad, al asignar contenido a los derechos y libertades fundamentales e intentar fijar las bases para del desarrollo espiritual y material de una nación.
Podría ayudar a discernir nuestro voto en el evento electoral próximo la siguiente reflexión sobre el rol del cristiano en la cultura, contenido en la Encíclica de San Juan Pablo II Fides et Ratio:
“71. Las culturas, estando en estrecha relación con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del tiempo humano. Se aprecian en consecuencia transformaciones y progresos debidos a los encuentros entre los hombres y a los intercambios recíprocos de sus modelos de vida. Las culturas se alimentan de la comunicación de valores, y su vitalidad y subsistencia proceden de su capacidad de permanecer abiertas a la acogida de lo nuevo. ¿Cuál es la explicación de este dinamismo? Cada hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. Él es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece. En cada expresión de su vida, lleva consigo algo que lo diferencia del resto de la creación: su constante apertura al misterio y su inagotable deseo de conocer. En consecuencia, toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina”.
“La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo (…)”.
“De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos”.
La posibilidad que dentro de las opciones esté la de dar inicio a un debate sobre el contenido de una nueva Constitución obliga a tomar conciencia de lo que ello significa para el futuro. En lo concreto, los políticos cristianos (si son electos para la comisión mixta o la asamblea constituyente) deberán confrontar las propuestas de nuevas reglas institucionales con ideologías agnósticas, en muchos casos hostiles a la tradición cristiana, o incluso declaradamente ateas.
La diferencia de opiniones en una sociedad plural se explica por la diferente forma que existe para apreciar el bien común. En las concepciones individualistas liberales, este es una suma de bienes individuales, con frecuencia reducidos a derechos tales como derecho al aborto, el derecho al suicido o a la eutanasia, el derecho a elegir una opción sexual, el derecho a usar drogas, etc.). Para los colectivistas totalitarios, en cambio, el bien común es todo lo que trasciende a la persona, que queda reducida “a una parte” del sistema y permite sacrificar a “esa parte” en beneficio del todo, cuando no a eliminarlo por representar un peligro para “el todo”.
Pidamos ayuda especial a la Virgen del Carmen, Patrona de Chile, para que dé luces a todos los votantes en nuestro país.
Crodegango