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Nadie puede discutir que cada época tiene su estilo, su mentalidad, sus costumbres y sus formas de vivir. Lo que no cambia ni cambiará nunca, para los cristianos, es la alegría de tener que llevar la Cruz.
El Catecismo lo dice con toda claridad: “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas: «El que asciende no termina nunca de subir; y va paso a paso; no se alcanza nunca el final de lo que es siempre susceptible de perfección. El deseo de quien asciende no se detiene nunca en lo que ya le es conocido» (San Gregorio de Nisa, In Canticum homilia 8). (“2015 CIC).
Una forma de aceptar la Cruz en nuestra vida es con la práctica de la mortificación, palabra que hoy nos suena como lejana y son muchos los que la rechazan o desconfían prejuiciosamente del que la menciona.
Es manifiesto que se ha trastocado el sentido cristiano en muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, piensan sólo en grandes ayunos y cilicios relatados en algunas biografías de santos. Esta reticencia seguramente se explica en algunos por las exageraciones cometidas en otros tiempos, o por caricaturas interesadas, que se empeñan en presentar un cristianismo sin Cruz, lo que es francamente imposible.
Cada uno experimenta que la realidad diaria nos regala muchas cruces; algunas pequeñas y livianas, otras muy grandes y pesadas. La pandemia ha sido fecunda en hacer más visible la Cruz de nuestro Señor en nuestras vidas y en la de tantos hermanos.
La mortificación sigue siendo un medio para que los cristianos nos acerquemos a Jesucristo que, por amor a los hombres padeció y murió en la Cruz. La Iglesia Católica siempre ha sostenido que el sacrificio tiene que estar presente en la vida del cristiano, como lo estuvo en la vida de Cristo, como manifestación de amor a Dios y a los demás.
Los cristianos, que quieren identificarse cada vez más con Jesús, no rechazan la mortificación. Asumen el dolor de la Cruz con fe y esperanza, para crecer así en el amor.
Una antigua tradición cristiana nos recuerda “los siete dolores de la Virgen”, para mostrar varios momentos en que, perfectamente unida a su Hijo Jesús, pudo compartir la profundidad del dolor. Si nuestra fe es débil, acudamos a María que como mediadora de todas las gracias, intercederá siempre ante su Hijo para que nos atienda y nos ayude a cargar la Cruz.
Crodegango