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Durante nuestro paso por esta tierra, como viajeros que van a la casa del Padre, formamos una comunidad en la que tenemos que ser la sal y luz del mundo. Para ello ya en el bautismo recibimos el germen de la vida eterna, que nos concede la gracia santificante, que es el principio fundamental de esta vida.
Mientras no se cumpla la voluntad divina, seguimos caminando hacía el Padre.
Los primeros cristianos tenían muy claro su destino final y también el rol que pasaron a ocupar en la sociedad de esa época. Lo sintetiza con toda claridad la Carta a Diogneto, que se estima compuesta a finales del siglo II y comienzos del siglo III. Allí se lee:
“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres”.
“Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho”.
“Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad”. (Carta a Diogneto, Cap. 5).
Pidamos a Jesús, que como los primeros cristianos, seamos siempre fieles hijos de nuestra Madre, la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, para que unidos al Papa podamos servir alegremente al Señor. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Crodegango