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Los buenos ejemplos de la correcta utilización de estos avances son variados. Uno de ellos, de gran alcance, es el aporte de Yuan Longping (1930-2021). A este científico se le debe el descubrimiento del “arroz híbrido”, que permitió multiplicar las cosechas de este grano y acabar con las hambrunas que azotaban sistemáticamente a China, el país más poblado del planeta.
También el avance de la genética humana puede contribuir a mejorar tratamientos y diagnósticos, dando lugar al desarrollo de nuevas disciplinas médicas, como la genoterapia, que busca, a través de la modificación o cambios de genes, tratar, curar o prevenir una enfermedad o afección médica.
Sin embargo, la falta de consideración a los límites éticos puede llevar a excesos e instalar la “cultura del descarte”, para dar paso a la práctica de la eugenesia que logre “perfeccionar la raza” o evitar el nacimiento de aquellos que porten rasgos hereditarios “no deseables”. Este debate es un asunto abierto y candente.
Efectivamente, existe el riesgo que políticos mal formados en sus conciencias puedan querer utilizar estos avances, por ejemplo, para mejorar el problema de la falta de recursos en materia de salud pública, imponiendo exámenes de ultrasonografía u diagnóstico prenatal. Si ellos permiten advertir la presencia de malformaciones congénitas, podrían ahorrar al Estado millones en tratamientos mediante el recurso de cercenar la vida del que está por nacer. La sola detección de males congénitos o de “cromosopatías” puede ser muy tentador para practicar la eugenesia.
Bastaría imponer a toda embarazada la práctica de un control pre natal o exámenes ultrasonográficos, para invitar a las familias que por razones de salud pública se eviten problemas y contribuyan al uso eficiente de los recursos del Estado. En una sociedad que desprecia el derecho a la vida, no estamos lejos de cambiar el objetivo que debe tener el control pre natal.
Los partidarios del aborto como un derecho reclaman esto justamente para desarrollar políticas públicas eugenésicas, de manera masiva. Cuando algunos políticos se refieren la existencia de los “derechos sexuales y reproductivos”, claramente apuntan en esta dirección. Mientras más precoz sea el test, más rápido ayudaran a vaciar el útero materno. Es evidente que la lógica de los diagnósticos tempranos tendientes a advertir la presencia de niños con “males congénitos” o de “cromosopatías”, se hace eficiente -en esa lógica- si ella apunta a la “cultura del descarte”. Efectivamente, no optar por el descarte puede ser incluso contraproducente como política pública, atendido el alto costo que implica la medicina fetal, que no está al acceso de toda la población. Incluso más, a los padres que se les comunica este hecho, y quieran perseverar en el proyecto genético que la ciencia anticipadamente como fallido, seguramente requerirán de ayuda psicológica y de otra naturaleza, que no permitirá aminorar los costos de los programas de salud de la cultura del descarte.
La idea de este control en ningún caso es nueva. Es recordada la propuesta de Francis Galton, en el siglo XIX, que proponía mejorar las poblaciones humanas mediante la “cría selectiva”. Las prácticas eugénicas de los científicos de Hitler, hace menos de un siglo, causaron el horror de los hombres y mujeres con la conciencia bien formada.
Como les corresponde al Magisterio de la Iglesia Católica, se deben dar pautas de orientación moral. En tal sentido, siguen vigentes las palabras de Pío XII, cuando en 1951 señalaba que: “(…) todo ser humano, aunque sea el niño en el seno materno, recibe derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de los padres, ni de clase alguna de la sociedad o autoridad humana. Por eso no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna “indicación” médica, eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una disposición deliberada directa sobre una vida humana inocente; es decir, una disposición que mire a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito (…)”. (Discurso de Pío XII a las matronas en 1951).
Nuestra fe no se opone al avance científico, sino todo lo contrario. Los ejemplos abundan. De hecho, muchos de estos avances científicos no serían posible de no haber mediado el aporte de Gregor Mendel (1822-1884), religioso agustino que descubrió las leyes que rigen la genética. Falleció el 6 de enero de 1884 en el convento de Brno donde fue también su abad. Su aportación científica cambió el mundo. También es digno de recuerdo en esta materia el trabajo del genetista francés Jérome Lejeume (1926-1994), descubridor del “síndrome de Down”, cuyo proceso de beatificación está en curso desde el 5 de mayo de 2017.
Como lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica, “tanto la investigación científica de base como la investigación aplicada constituyen una expresión significativa del dominio del hombre sobre la creación. La ciencia y la técnica son recursos preciosos cuando son puestos al servicio del hombre y promueven su desarrollo integral en beneficio de todos; sin embargo, por sí solas no pueden indicar el sentido de la existencia y del progreso humano. La ciencia y la técnica están ordenadas al hombre que les ha dado origen y crecimiento; tienen, por tanto, en la persona y en sus valores morales el sentido de su finalidad y la conciencia de sus límites”. (CIC 2293).
En el mismo documento, con gran dosis de realismo, se indica que: “es ilusorio reivindicar la neutralidad moral de la investigación científica y de sus aplicaciones. Por otra parte, los criterios de orientación no pueden ser deducidos ni de la simple eficacia técnica, ni de la utilidad que puede resultar de ella para unos con detrimento de otros, y, menos aún, de las ideologías dominantes. La ciencia y la técnica requieren por su significación intrínseca el respeto incondicionado de los criterios fundamentales de la moralidad; deben estar al servicio de la persona humana, de sus derechos inalienables, de su bien verdadero e integral, conforme al designio y la voluntad de Dios” (CIC 2294).
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a entender que los avances científicos se deben utilizar siempre sólo para mayor gloria y honra de Dios.
Crodegango