"Unidos en Cristo para Evangelizar"
29 de Marzo de 2023
Sequía y vocaciones sacerdotales
 


Hace pocos días el Seminario Pontificio de Santiago se celebró en una Misa la llegada de dos nuevos seminaristas. La cifra lo dice todo respecto de la profunda crisis vocacional que vive la Arquidiócesis de Santiago, comparable a la sequía que estamos padeciendo hace años. El desafío que tenemos por delante es serio. Muy serio. Grave. Gravísimo.

La Diócesis de Santiago fue creada por Pío IV (1559-1565) el 27 de junio de 1561. El Seminario Pontificio de Santiago fue fundado en 1584. Son pocas las instituciones en nuestro país que tienen tantos años de existencia.
 
El clero de la diócesis de Santiago inicialmente estuvo compuesto por los peninsulares. Las primeras vocaciones provenían de los hijos de los primeros conquistadores y pobladores. Luego llegaría la posibilidad de ordenar mestizos, autorizado por el Papa Gregorio XIII (1572-1585), el 25 de enero de 1576. No debería extrañar que las vocaciones futuras provengan de los hijos de los inmigrantes, que por distintas razones han llegado hasta acá. 

Aunque la permanencia de la Iglesia está asegurada en las sagradas escrituras (Mt., 29 19.20), no podemos dejar reflexionar acerca de las causas de la sequía vocacional. Algo estamos haciendo mal para que los operarios no llegan a la mies, que es abundante. El dato coincide con otros antecedentes que avalan la existencia del problema. El Instituto Nacional de Juventud (INJUV) publicó el año pasado la “Décima Encuesta Nacional de Juventudes”. En esta medición se señala que el 63,6% de los jóvenes no se siente representado por ninguna religión. Sólo el 36,4% reconoce tener una creencia religiosa. Lo anterior indica que el universo de jóvenes que podría tener vocación sacerdotal se reduce a un tercio de la población juvenil. Los otros dos tercios, hijos de la secularización, han elegido ir por libre (son ateos, agnósticos, suscriben una religión individual, etc.). 

Naturalmente que con la ayuda de Dios esto se podrá revertir, pero la cruda realidad nos impone enfrentar las causas que han generado esta preocupante realidad. 
Dentro del diagnóstico que debemos hacer, una posibilidad es examinar en qué estamos fallando las familias católicas para transmitir nuestra fe a los jóvenes. Para concretar lo anterior consideremos que toda religión contiene a lo menos cinco dimensiones intrínsecamente unidas.

 

- La dogmática. Que muestra en lo que se cree. Nosotros los católicos en la Santísima Trinidad: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
- La moral.  Junto a las creencias dogmáticas, las religiones también proponen una serie de reglas para orientar las actuaciones personales y sociales. La moral cristiana se funda en el Nuevo Testamento y cuenta con reglas objetivas que permiten diferenciar entre el bien y el mal. 
-La litúrgica. Se refiere al orden y forma como se lleva a cabo las ceremonias de las distintas religiones. En el caso de los católicos, existen distintas manifestaciones en la que celebramos los santos misterios. La más relevante; la Santa Misa. La liturgia en nuestra religión no es sólo un acto de estética y de formalidades exteriores (que por cierto son relevantes). La manifestación litúrgica nos abre la posibilidad de encontrar a Dios, a quien podemos recibir en la Eucaristía, al estar allí realmente presente. También en la administración de los otros sacramentos, que dan la gracia para cada necesidad humana. Los católicos tenemos un año litúrgico, que corresponde a las distintas etapas en la que siempre estamos celebrando el misterio de Cristo.
- Espiritual. Es la relación personal que el creyente logra con Dios. En nuestro caso, con Dios es Padre, con quien tenemos una relación filial. “Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…”. 
- Misionera. Es la predicación de la fe a otros. En el caso del cristianismo es el deseo anunciar el Evangelio, conforme lo mandó el mismo Jesucristo. Esto se traduce en el deseo de querer hacer apostolado.

 

Seguramente en algunos de estos puntos estamos haciendo mal las cosas, de manera individual y colectiva. Veamos cómo podría ser esto.

La falta de formación nos ha dejado en el más absoluto desconocimiento de lo que proclama nuestra fe. Seguramente no hemos reparado que estamos en la más completa ignorancia, al punto de ser analfabetos. Esta falta de conocimiento se produce por un largo y prologando descuido en el estudio de la doctrina de la Iglesia Católica, al nivel que me exige mi condición intelectual. Como la ignorancia es atrevida, corro el riesgo de actuar de manera inconsistente con las creencias que digo profesar. Esta situación permite llegar a la vida superficial o frivolidad, al carecer mis convicciones de toda profundidad o sustancia. En este estado quedamos sometidos a las opiniones de terceros que nos indican lo que tenemos que hacer o decir. 

El relativismo moral imperante nos ha llevado a estimar que la moral católica no se adecua a los tiempos. En vez de dar testimonio coherente me sumo con facilidad al “todos los hacen”.  

Lo litúrgico lo hemos reducido a un conjunto de actos exteriores, sin advertir la trascendencia que tiene la adoración que le debemos a Dios en cada acto de culto o de administración de sacramentos. 

En lo espiritual, por la falta de lucha, podríamos estar en la más completa la tibieza. Este mal se caracteriza por la aridez del espíritu frente a las cosas de Dios. Nuestra alma gradualmente ha llegado a un estado que se resiste a todo lo espiritual. Es síntoma evidente de este mal querer cambios en el contenido del depósito de la fe, para que se adecue la Iglesia a la “nueva realidad” en temas dogmáticos o morales. No admito que el pecado es pecado. 

En lo misionero, creo que son otros lo que deben evangelizar. En el caso de las vocaciones sacerdotales, ellas son para los hijos de mis amigos o vecinos, pero no para los míos ¿Cuántas vocaciones has sido truncadas por dichos y acciones de los mismos católicos? ¿Me importa de verdad la falta de vocaciones sacerdotales? 

 

Crodegango






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