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Siguiendo el relato del Evangelio de San Lucas se aprecia que un ladrón niega que Cristo es Dios, el otro lo reconoce como tal y recibe la corona de la salvación (Lc. 23, 33-43).
El primer ladrón es un incrédulo que en ese trance dramático increpa al Salvador, espetándolo con este reclamo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». En esas palabras no hay una oración de plegaria o petición. Conforme al Catecismo de la Iglesia Católica, “la oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes”(San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24]). Este ladrón no pide algo, lo que hace es un reproche lleno de escepticismo. Claramente, no se enteró ante quién estaba. No reconoció a Jesús como hijo de Dios y salvador. De igual forma, su afirmación no es una oración porque carece de humildad. Como lo explica el Catecismo, “la humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermo 56, 6, 9). (CIC 2559)”.
En cambio, el que la tradición conoce como el buen ladrón, si asume la actitud del que suplica efectivamente a Dios.
En primer lugar, con un sentido de vergüenza o pudor, increpa al ladrón escéptico diciéndole: “«¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él?”. La referencia al temor de Dios revela que aunque haya llegado al doloroso trance de obtener un severo castigo por sus actos malos, nunca perdió el temor de Dios. El buen ladrón no ha llegado a la dureza de corazón que exhibe los dichos de su otro colega.
En segundo lugar, en el buen ladrón hay una actitud de humildad al reconocer la maldad de sus actos, cuando agrega que: “nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo”. Acto seguido, en lo que es una oración cristiana perfecta pide: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».
Jesús oyó esa oración y en su condición de Dios le abrió la puerta del paraíso, tal como lo recoge el Evangelio: "Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»".
El acto de fe del buen ladrón recibió el mayor premio al que todos aspiramos: ver de cara a Dios. De igual forma, nos deja en evidencia que la misericordia de Dios es infinita, y que está esperando nuestra conversión incluso hasta el último instante más dramático de la existencia humana. Ante Dios siempre hay tiempo para nuestra conversión, aunque las culpas que nos acompañan sean como las de estos ladrones que participaron en la Pasión de Cristo. Los dos cargaban con culpas por sus maldades. La diferencia entre ellos radica en la disposición ante Dios.
Los Padres de la Iglesia han destacado que este relato muestra que la Cruz de Cristo es la llave para entrar al paraíso. San Jerónimo comentaría sobre esta parte del Evangelio que “cuantos mayores sean los pesares que se padezcan, mayor será la recompensa”.
Lo anterior nos debe invitar a participar con devoción del acto de adoración de la Cruz, que forma parte de la liturgia del Viernes Santo. Ese pequeño gesto está lejos de ser una especie de idolatría o un mero simbolismo (como lo ven algunos de corazón duro).
Tenemos que estar atentos a no reducir la Cruz a un mero símbolo, a un mensaje vago, sin contenido. Como lo explica una santa contemporánea, Teresa Benedicta de la Cruz (1891-1942), cuya obediencia y amor a la cruz le significó la muerte en las cámaras de gas de Auschwitz, “la obediencia establecida por Dios libera a la voluntad esclavizada de las ataduras de las criaturas y la lleva de nuevo a la libertad. Es por eso también el camino a la pureza del corazón” (“Elevación de la Cruz”, fechado el 14 de septiembre de 1941).
Pidamos a la Virgen María que interceda por nosotros para recibir siempre la gracia que nos permita ser obedientes a la voluntad de Dios.
Crodegango