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Son miles los palestinos e israelíes que han muerto. Las víctimas incluyen a civiles y militares, ancianos, jóvenes y niños. Lo que hemos visto hasta este momento es lo más mortífero, en décadas.
En enero de este año, al referirse a la violencia en ese lugar, el Papa Francisco había advertido que “la espiral de muerte que aumenta día a día no hace más que cerrar los pocos indicios de confianza que existen entre los dos pueblos”.
Para intentar entender lo que allí está ocurriendo es pertinente recordar que el mal se define como la privación o ausencia de un bien debido.
En este caso, los que se enfrentan han perdido toda racionalidad y se han lanzado -desde hace tiempo- a la ejecución de actos que producen males materiales y morales, que en este caso ha llevado al extremo de que allí todo está en vías de destrucción.
Desde el punto de vista antropológico allí predomina el sentimiento de odio. Cada grupo en conflicto ha ido alimentando formas no racionales de percibirse y han caído en la lógica de la completa aniquilación. La ejecución sistemática de actos recíprocos de violencia produce fenómenos de dolor y sufrimiento que los ha llevado a un difícil camino que humanamente se ve sin retorno.
La manifestación más aberrante del mal siempre ha sido y es la pérdida del sentido de la culpa, puesto que ello deshumaniza completamente y lleva a la ejecución de acciones intrínsecamente malas, que no tienen ninguna justificación y que, además, ofenden gravemente a Dios.
El odio es uno de los principales frutos de mal, ya que alienta el resentimiento y la sed de venganza. Su dinámica siempre es completamente perversa.
En medio de esta polarización, los cristianos tenemos que rezar fervorosamente. La oración es el medio que disponemos para pedir a Dios el pronto fin a la cadena de violencia. Los cristianos estamos llamados siempre a parar la cadena del odio. Lo que tenemos a nuestro alcance es rezar para que se detenga pronto este conflicto.
Para ello, nos puede servir de intercesor San Francisco de Asís, quien peregrinó por Tierra Santa hace más de 800 años y a quien le debemos la conocida oración por la paz:
Oh, Señor, hazme un instrumento de tu paz;
donde hay odio, que lleve yo el amor;
donde haya ofensa, que lleve yo el perdón;
donde haya discordia, que lleve yo la unión;
donde haya duda, que lleve yo la fe;
donde haya error, que lleve yo la verdad;
donde haya desesperación, que lleve yo la alegría;
donde haya tinieblas, que lleve yo la luz.
Oh, Maestro, que yo no busque tanto ser consolado, sino consolar;
ser comprendido, sino comprender;
ser amado, como amar.
Porque:
Dando, se recibe;
perdonando, se es perdonado;
muriendo, se resucita a la Vida Eterna.
Amén.
Autor: Crodegango