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Dentro de las excusas recurrentes que algunos aducen para negar la creencia en Dios, es el problema del mal. Dicen: si Dios existiera no habría dolor, no se habrían abusado sexualmente de menores, no habría hambre, ni guerras, etcétera.
La existencia de lo que llamamos mal muchas veces nos hace dudar de Dios, de su poder o de su bondad. Sin embargo, si somos sinceros descubriremos que muchas situaciones de lo que denominamos como “mal” provienen directa y exclusivamente de acciones u omisiones nuestras, que actuamos en muchos casos contra el querer divino.
El primer motivo del mal está en no querer ver el mal. A esta situación se llega porque aceptamos que una determinada causa perturbe nuestra inteligencia o nuestra voluntad. Esto acontece, por ejemplo, cuando me dejo llevar por los intereses egoístas y placenteros, para adoptar una determinada decisión que, objetivamente, causa un mal individual o colectivo. Todo ladrón o adúltero pudo evitar la ocasión. Siempre puedo morderme la lengua y no criticar. Siempre puedo pagar el sueldo justo o los impuestos que debo. Siempre puedo cumplir seriamente con mi trabajo profesional. Siempre puedo aportar el 1% a la Iglesia, etcétera.
Esta actuación incorrecta en muchas ocasiones termina por ocasionar graves males a toda la sociedad. Efectivamente, una mala decisión puede dar lugar a una gran catástrofe o dar comienzo a una larga tribulación. Esto acontece en muchos países que han elegido a gobernantes necios, totalitarios, corruptos, inmorales, flojos o viciosos. La implementación de políticas públicas por parte de incompetentes o de populistas, tarde o temprano, terminan dañando el funcionamiento de los sistemas económicos y políticos, generando pobreza y frustración colectiva. Si a ello le agregamos la desidia o la incapacidad intelectual para solucionar los problemas, el panorama para los más pobres e indefensos es del terror y muy injusto.
En la historia abundan ejemplos de actos de desidia de unos pocos que puede dar lugar a situaciones tremendas. Una insuperable es la caída de Bizancio en manos de los turcos. El 29 de mayo de 1453, los bizantinos cometieron la imprudencia de dejar la puerta de la muralla noroeste de Constantinopla (la Kerkaporta) semiabierta y como consecuencia de ello la ciudad terminó siendo conquistada por los otomanos. Ese hecho provocó un cambio histórico. Nunca sabremos a quien le pidieron ir a cerrar la puerta y su omisión generó una catástrofe. Este suceso nos debe llevar a examinar si cumplo efectivamente con los deberes pequeños que se me encomiendan y si estoy atento a cerrar diligentemente las puertas, para que no entre el enemigo. La caída de Bizancio se produjo justo mil años después del saqueo de Roma por los vándalos. En ambos casos los bárbaros se ensañaron cruelmente con los cristianos. Son muchos los que por no haber cerrado a tiempo “la puerta” se enfrentan a situaciones que, con diligencia y ayuda de Dios, se pudieron evitar.
El 15 de abril de 1912 se produjo una de las mayores tragedias navales de la historia, al hundirse el Titanic. Dentro de las explicaciones atribuidas a la responsabilidad humana una de ellas es que los remaches del casco del barco presentaban notables deficiencias. Ni todos eran iguales, ni tenían la misma composición, ni tan siquiera estaban colocados de la misma forma. Además, los situados en la zona de proa y de popa eran de mucha menor calidad que los del centro del barco. ¿Lo habrá advertido alguno de los constructores y se quedó callado por desidia?
Es muy prematuro, pero tarde o temprano sabremos si hay causas humanas que originaron y facilitaron la peste del COVID-19, cuyos efectos nos tenían atribulados en los años recién pasados.
De los hechos descritos queda claro que siempre tenemos que estar atentos a luchar contra la negligencia, el tedio o el descuido en las cosas a la que estamos obligados a realizar. Es grave que se apodere de nuestras vidas la flojedad o la tardanza en las acciones o movimientos que pueden evitar el mal personal y colectivo.
Lo antes descrito para nuestro comportamiento social también es exigible en la vida espiritual. El incumplimiento de nuestros deberes para con Dios puede llevar a que surja una “anemia espiritual” que nos debilite al punto de perder todo el sentido de trascendencia. Son síntomas de esta enfermedad querer huir de todo lo espiritual (lo que lleva inevitablemente a la tristeza, a la amargura, a la crítica despiadada); la pusilanimidad, que encoge el corazón y no permite luchar por lo que mi fe me exige (el enfermo se empequeñeció totalmente); la indolencia ante el deber (todo le da lo mismo, no advierte que hay un cielo que ganar, no acude a los sacramentos, abandona la oración, no va a Misa, etc.). Para estos casos la Santísima Trinidad, Dios, Padre y Espíritu Santo, tiene previsto los medios para superar la pereza espiritual, si somos dóciles a la gracia, que siempre se nos quiere dar para encontramos con Dios.
Pidamos al Santa María, cuyo mes acabamos de comenzar, que nos ayude a luchar de manera individual y colectiva contra toda forma de negligencia que ofenda a Dios.
Autor: Crodegango