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Todos hemos experimentado el conflicto en nuestras familias, en nuestro trabajo, entre nuestros vecinos y en el país. El conflicto nos acompaña, nos angustia, nos paraliza y hasta nos enferma. Y solemos tomar dos actitudes ante él. Una es la de “evitarlo” a toda costa generando un falso ambiente pacífico en el que aparentemente “no pasa nada”. En el fondo, esa actitud camufla el conflicto, le ofrece una medicina superficial y lo deja latente y con la posibilidad de que más adelante estalle de manera incontrolada y dolorosa. La otra actitud negativa es intentar eliminar el conflicto añadiendo más conflicto a través de la amenaza generadora de miedo, o a través de la imposición arbitraria, la ira, la venganza y el resentimiento. Afortunadamente —como antídoto a este problema— la experiencia ha demostrado que hay por lo menos cuatro disposiciones estables o hábitos positivos que podrían ayudar a manejar los conflictos y lograr una paz con verdadero fundamento. Se trata del “diálogo”, el “entendimiento”, la “tolerancia” y el “perdón”.
El “diálogo” es la capacidad o el esfuerzo que ponemos para preguntar y escuchar bien al otro. Sólo desde la pregunta bien intencionada (que hace pensar e invita a una respuesta serena) puede lograrse una conversación entre seres humanos racionales. Pero, por otra parte, es importante escuchar. La escucha por sí sola, es ya un diálogo genuino. Generalmente, el otro interlocutor suele estar cargado, y ese hecho permite comprender que cuando le escuchamos atenta y pacientemente, estamos dándole “aire psicológico”, estamos ofreciéndole un lugar donde puede “descargar” sus angustias y pesares sin ser condenado. Eso basta para comenzar cualquier diálogo que busca la paz y la serenidad. En el fondo, con el diálogo renunciamos a la antipática “imposición del yo” sobre los demás.
Acompañando al diálogo, está el “entendimiento”, que es la facultad de “reflexionar”, de buscar la verdad sobre el hecho o situación. Al entender, “develamos” lo oscuro, lo superficial y vamos al fondo de los asuntos, porque la mejor manera de comenzar a solucionar un problema es definiéndolo claramente. Es evidente, según lo anterior, que el acto de “entender” exige indagar en esa reflexión la posibilidad de hallar una posible solución creativa. Además, exige superar de algún modo, las tendencias emotivas o sentimientos que no permiten lograr una reflexión calmada, acertada y profunda.Al final, con el entendimiento renunciamos a la “propia verdad” para hallar “la verdad” con la participación del otro.
Luego tenemos la famosa “tolerancia”. Tolerar siempre se ha confundido con “soportar”. Pero, al contrario, la verdadera tolerancia humana reside en “aceptar” el derecho de toda persona a ser, pensar y vivir a su manera. Cuando toleramos a alguien, aceptamos que será distinto a nosotros. Aunque disintamos con sus opiniones, debemos respetarle como personaque vive de acuerdo con esas creencias particulares. Con la tolerancia se puede esperar cierta armonía en las relaciones de convivencia. Y al profundizar en ella como virtud, nos damos cuenta de que, para lograrla en cada uno, se necesita de la práctica constante de una especie de “lucha interior”, de una rectificación de la intención cuando continuamente nos toca compartir con alguien cuyas creencias u opiniones son distintas a las nuestras. Con la tolerancia genuina, por tanto, renunciamos al irrespeto del otro.
Por último, tenemos el “perdón”. Perdonar es liberar al otro de la falta, sabiendo que es mayor que sus conductas. Perdonar es sacar de nuestra generosidad la amnistía o el indulto que libera al otro. Pero, además, al perdonar sinceramente, nos liberamos a nosotros mismos porque dejamos de depender del otro. Cuando uno no perdona, amarra su muñeca a una cadena, en cuyo extremo opuesto, está la muñeca de la persona no perdonada. Nos llenamos de resentimientos y la vida y todo lo que ocurre a nuestro alrededor se vuelve una carga pesada y oscura. Cuando perdonamos renunciamos, finalmente, a la ira, a la venganza y al resentimiento.
Nepomuceno