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“Estaba sola en Petrópolis, en mi cuarto de hotel, escuchando la radio las noticias de Palestina. Después de una breve pausa en la emisora, se hizo el anuncio que me aturdió y no esperaba. Caí de rodillas frente al crucifijo que siempre me acompaña y bañada en lágrimas oré: «¡Jesucristo, haz merecedora de tan alto lauro a esta tu humilde hija!»”.
Gabriela Mistral tiene infinidad de escritos que expresan la profundidad de su fe, y que puede invitarnos, a través de sus iluminadoras palabras, a aumentar nuestro trato con Dios, pues su sensibilidad espiritual, desde muy temprana edad, siempre la acompañó durante toda su vida.
“Mi abuela —recordará Mistral— estaba sentada en un sillón rígido, y yo me sentaba en un banquete de mimbre. Ella me alargaba su Biblia, muy vieja y muy ajada, y me pedía que le leyera. Siempre me la entregaba abierta en el mismo sitio, en los Salmos de David. Durante años leí y releí aquellos versos maravillosos (…) Al comienzo, sin entender lo que decían (…) después, sintiendo infiltrarse en mi espíritu la poderosa cadencia y fuerza de aquellos símbolos. Entonces, bebiendo la sabiduría milenaria del libro sagrado, hice de la Biblia mi libro predilecto”.
Nuestra maestra-poeta, según uno va estudiando y profundizando en su vida, siempre fue una gran pedigüeña de fe cristiana. De hecho, enseñó a sus alumnas a rezar todas las mañanas una bella oración de petición. Ella la llamó el “Himno cotidiano”, lo escribió en 1916 y comienza así:
“En este nuevo día
que me concedes ¡oh Señor!
dame mi parte de alegría
y haz que consiga ser mejor”.
Aquí, Mistral invita a solicitar dos virtudes cristianas formidables: la alegría y la de tener oportunidad para ser mejor persona cada día que pasa. En otra estrofa pedirá:
“Dichoso yo, si al fin del día,
un odio menos llevo en mí;
si una luz más mis pasos guía
y si un error más yo extinguí”.
Es extraordinaria esta actitud de nuestra poeta que pide a Dios desterrar cualquier sentimiento de odio y, sobre todo, luchar para eliminar algún pequeño defecto personal. Pero, no contenta con lo anterior, cierra esa oración pidiendo que amemos a los demás y que aceptemos la voluntad de Dios, aunque a veces, sea muy ardua:
“Ame a los seres este día;
a todo trance halle la luz,
ame mi gozo y mi agonía;
¡ame la prueba de mi cruz!”.
Hacia 1918, aunque la fecha, según los especialistas no es segura, escribió una oración que intituló “Ruego” donde pide a Dios que todas las acciones personales del día a día sean dirigidas a Él:
“Todo en mí tiende hacia Ti con un hambre enorme de las cosas tuyas, del bienestar que das y de la riqueza de que estás lleno”. Pide, además, que sea capaz de hallar a Dios en todas partes y circunstancias: “Pido hallarte en todas las cosas, que el signo tuyo, que llevan ellas, se me haga visible para que las ame más”. Insiste en lo mismo, pero para que esa presencia de Dios dure todo el día tanto en lo difícil como en lo gozoso: “Pido tenerte en cada día de vida, ir contigo a mi tarea diaria, sentirte junto a mí en cada hora de goce, de dolores de lucha”. Y cierra pidiendo virtudes para el “ser” y el “hacer”: “Dame el hacer una obra refinada y sencilla, espléndida y dulce, fascinante y querida de los hombres. Dame el parlar sencillo y suave y atrayente. Dame la fuerza y la dulzura, la soledad y la energía”.
En 1940 Mistral fue destinada a Brasil, donde cumpliría funciones consulares en Niterói. Es acompañada por su sobrino Juan Miguel Godoy Mendoza, llamado cariñosamente Yin Yin, hijo de un hermanastro paterno y madre española fallecida por tuberculosis. Lo había recibido en adopción en 1929, cuando el niño tenía cinco años.
En 1941, en busca de un mejor clima, se traslada a Petrópolis, en el mismo país. Pero en 1943 recibe la trágica noticia del suicidio de Yin Yin, quien tenía 17 años. Sus sentimientos respecto de esta gran tragedia los expresa en oraciones de petición a Dios de una gran sensibilidad espiritual, de una gran fe en Dios.
Solicitará Mistral a Dios, sin duda alguna, la salvación eterna de su sobrino: “Cristo Redentor nuestro, recibe a tu hijo Juan Miguel, que él no se pierda, que él no haya vivido en vano. Por acto sobrenatural de misericordia, por ímpetu incontenible de compasión, no lo dejes en pena eterna y llámalo a tu Reino”. E insistirá en lo mismo con denodada e impetuosa fuerza: “Hoy Señor; hoy, Señor, Juan Miguel esté en tu Reino. Quebrando la vieja ley, usando nada de la gracia, acordándote de su amor de Ti, de su cerrada fe en Ti, llámalo a la reconciliación y bienaventuranza, a descanso y gloria. Que Juan Miguel esté hoy contigo en el Paraíso”. Y finalmente, recordará a Dios la fe del sobrino para que se la tenga en cuenta: “Nunca renegó de Ti, no buscó otros dioses, no tuvo oración y adoración sino para Ti, y a la hora de su muerte a Ti se abrazó con maravillosa fidelidad”.
Como podemos notar hubo en Gabriela Mistral capacidad de petición humilde a Dios, poesía y prosa de muy evidente espiritualidad, de fe fuerte y convencida, de petición profunda, de hondo agradecimiento, incluso, de aquello que ella pensaba que no era digna de recibir, como cuando le fue anunciado públicamente por radio, que había obtenido el premio Nobel de Literatura en 1945: “¡Jesucristo, haz merecedora de tan alto lauro a esta tu humilde hija!”.
Autor: Nepomuceno