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El 25 de enero el calendario litúrgico celebra la fiesta de la conversión del Apóstol San Pablo. Se trata del más conocido de los convertidos de los primeros tiempos del cristianismo, cuya explicación ha fascinado siempre a muchos.
La forma como sucedió esto está relatado en los Hechos de los Apóstoles (22, 3-16). La relevancia de este acontecimiento es múltiple en la historia del cristianismo. De tener un perseguidor implacable pasamos a contar con un incansable mensajero de Cristo. El mismo san Pablo relata lo que significó esto en su vida en la carta a los Gálatas:
Quiero que sepan, hermanos, que la Buena Noticia que les prediqué no es cosa de los hombres, porque yo no la recibí ni aprendí de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Seguramente ustedes oyeron hablar de mi conducta anterior en el judaísmo: cómo perseguía con furor a la Iglesia de Dios y la arrasaba, y cómo aventajaba en el judaísmo a muchos compatriotas de mi edad, en mi exceso de celo por las tradiciones paternas. Pero cuando Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me llamó por medio de su gracia, se complació en revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos, de inmediato, sin consultar a ningún hombre y sin subir a Jerusalén para ver a los que eran Apóstoles antes que yo, me fui a Arabia y después regresé a Damasco. Tres años más tarde, fui desde allí a Jerusalén para visitar a Pedro, y estuve con él quince días. No vi a ningún otro Apóstol, sino solamente a Santiago, el hermano del Señor. En esto que les escribo, Dios es testigo de que no miento. (Gál. 1, 11-20).
Este acontecimiento histórico obliga a hablar de la conversión, que en un sentido amplio es un cambio de los principios que rigen la vida de una persona adulta, para pasar a una nueva vida.
La conversión en su sentido religioso es un fenómeno complejo, atendido que confluyen distintos elementos. Por un lado, los propios del que se convierte, vinculados a su inteligencia, voluntad, hábitos interiores, circunstancias externas, familia, entorno social. Y, junto a lo anterior, la acción de Dios que constantemente nos invita a la conversión. La vida de los cristianos no es más que distintos encuentros con Jesucristo.
El secreto de las almas le pertenece a Dios, quien determina el camino de la gracia de los que elige y los hace venir a Él por los caminos que le parecen más adecuados. El caso de San Pablo claramente es el de un privilegiado. Cuando iba de camino a Damasco para perseguir a los cristianos se le apareció personalmente Jesús resucitado y lo convirtió y llamó para el apostolado. Con ese encuentro quedó ciego por varios días hasta que fue curado por Ananías y bautizado. A partir de allí comenzó su vida de testigo de Cristo.
La mayor parte de las conversiones, incluidas la nuestra, han sido permitidas de una manera más discreta, pero no por ello menos relevante, al ser algo querido por Dios para su causa.
La conversión cristiana se inscribe en el contexto del plan salvador de Dios en la historia, y la respuesta de fe del hombre que es llamado a la conversión. Dios siempre nos está llamando a ser aquello para lo que fuimos creados. El bautismo es nuestro primer nacimiento en la vida espiritual, pero a partir de allí estamos llamados a muchas conversiones. La conversión personal es nuestro gran desafío durante toda nuestra vida, hasta lograr la santidad. Lo que importa en cada conversión es la docilidad a la gracia de Dios. La lectura de las cartas del Apóstol San Pablo y de los Hechos de los Apóstoles revelan la eficacia que puede llegar a tener la gracia en un alma bien dispuesta. Como lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica:
“La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: “Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. “La justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del interior del hombre” (Concilio de Trento: DS 1528). (CIC 1989).
Como suele ocurrir en toda conversión, San Pablo conservó sin duda sus cualidades humanas, que son las que se advierten utilizó en su intensa actividad como apóstol de Cristo. Sus frutos así lo revelan: escribió trece cartas que forman parte del Nuevo Testamento. Pasó unos treinta años navegando por la cuenca del Mediterráneo y visitando las que se consideraban las principales ciudades de su época, para anunciar el Evangelio. Fue detenido, azotado, y enviado a juicio a Roma, donde fue decapitado el 29 de julio del año 67. Su tumba se halla en la Basílica de San Pablo Extramuros.
La conversión al cristianismo es un encuentro con Dios, que supone un cambio profundo sobre el sentido de la vida. El mismo San Pablo resume muy bien lo que supone este cambio profundo:
Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres. (1 Co. 1, 22-25).
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a buscar siempre nuestra conversión, que supone siempre amar la Cruz de Jesucristo.
Crodegango