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En nuestro afán por hacer apostolado, uno de los obstáculos más recurrentes es el indiferentismo religioso en el que se encuentran muchas personas.
Esta realidad comprende desde aquellos que se declaran no creyentes, es decir, indiferentes a toda religión, hasta personas que están pasando una crisis de fe y se han alejado de la Iglesia por varios motivos.
El factor común que describe esta realidad es la ausencia de toda inquietud religiosa, hasta el punto de que la existencia de Dios les resulta completamente indiferente. Esta actitud es diferente de la del ateo, que sabemos niega la existencia de Dios y hace de ello el motivo de vida (el ateo es un hombre religioso, pero al revés).
El indiferente frente a lo religioso, en cambio, no tiene ningún sentimiento. No se pronuncia ni a favor ni en contra de Dios.
Esta actitud también es distinta del agnóstico, que conforme a la descripción del Catecismo de la Iglesia Católica “se abstiene de negar a Dios y postula en cambio la existencia de un ser trascendente, incapaz de revelarse y sobre el cual no se puede decir nada. En otros casos, el agnóstico no emite juicio alguno sobre la existencia de Dios, declarando que es imposible probarla, o incluso afirmarla o negarla” (CIC 2127).
Como fenómeno humano, las causas que pueden generar la indiferencia religiosa son variadas. Muchos llegan a esta forma de vida por una escasa formación e información, que se explica con una idea muy simple: lo que creían los abuelos, hoy lo desconocen completamente los nietos.
También por las influencias ideológicas, que han llevado a reemplazar la fe en Dios por otras propuestas que incluso pueden ir contra lo que Dios quiere del hombre.
Otros adoptan esta posición vital para intentar solucionar conflictos personales, en los que les resulta mejor declararse indiferente, para no asumir las exigencias de la fe cristiana, particularmente las de tipo moral. Esta forma de indiferencia religiosa permite anestesiar o adormecer la conciencia y evitar enfrentar preguntas incomodas, que me obligarían a cambiar de vida.
Para entender con caridad cristiana a muchos de los que están en estado de indiferencia religiosa hay que considerar que no han reparado ni les han transmitido que fuimos creados por Dios con cuerpo y alma y, que en esa condición, estamos llamados a trascender (ver a Dios, cara a cara).
El indiferente religioso en muchos casos vive y actúa simplemente como un ser sintiente, esto es, tiene una capacidad de sentir emociones y sentimientos, como placer, dolor, alegría y miedo, que quedan sólo en el plano de la corporalidad. Para él con la muerte fisiológica se extingue la vida. Por lo anterior, su actividad vital se agota exclusivamente en ejecutar actividades que son físicamente posibles de realizar y se orientan normalmente a obtener lo que define como placentero, puesto que, su indiferencia hacia Dios lo ha privado de incorporar en su vida cualquier vivencia espiritual. Si existiera la posibilidad de practicar a su vida espiritual un electroencefalograma, el del indiferente religioso saldría plano. No tiene signos vitales para con Dios.
El indiferentismo religioso es una forma de no reconocer la verdad del ser, que ha llegado a la plenitud con la Revelación de Dios, que es Uno y Trino. El indiferente religioso no sabe, no conoce, no le han comunicado que el acontecimiento revolucionario más importante en la historia del hombre ha sido la asunción cristiana de la fe en el Dios único.
El indiferentismo religioso nos debe preocupar, puesto que es una de las formas existentes más dañinas para sembrar la semilla que busca convencer a muchos que la religión ha quedado superada. Que las respuestas vitales del hombre habría que buscarla en otros sitios. Como lo refutaba el Papa Benedicto XVI, “El hombre se vuelve más pequeño, no más grande, cuando ya no hay lugar para un ethos que, de acuerdo con su auténtica naturaleza, remite más allá del pragmatismo, cuando ya no hay lugar para una mirada hacia Dios” (Benedicto XVI, Qué es el cristianismo, Madrid: La esfera de los libros, 2023, p. 25).
Sigamos en esto la exhortación dada a los primeros cristianos por San Hilario de Poitiers (315-367), cuando señala, “es propio de la luz iluminar en cualquier parte que se encuentre (…). De la misma manera, el mundo, sin el conocimiento de Dios, estaba sumido en las tinieblas de la ignorancia, pero por medio se los Apóstoles se le comunicó la luz de la verdadera ciencia y el conocimiento de Dios brilla. Y por cualquier parte que camines (los cristianos), de su pobre humanidad brota la luz que disipa las tinieblas” (Sobre la Trinidad, Libro 2, 1, 33-35).
Pidamos a Santa María, que interceda por nosotros para comunicar la alegría de los cristianos.
Autor: Crodegango