"Unidos en Cristo para Evangelizar"
22 de Julio de 2024
La pérdida del sentido del pecado y crisis de seguridad
 


Los datos que indican las noticias sobre las conductas delictivas son sorprendentes, pero tan reiteradas, que corremos el riesgo de perder el poder de asombro y terminemos por acostumbrarnos, banalizando el tema, hasta que sea uno el afectado.

Llevamos mucho tiempo sumidos en una aguda crisis de seguridad pública. Es un hecho que estamos instalados en un problema que impone un desafío colectivo.

Convivimos con personas que realizan a diario conductas que objetivamente son malas: asesinatos, secuestros extorsivos, asesinatos por encargo o sicariato, venta de droga, robos de todo tipo, etc.

Los datos que indican las noticias sobre las conductas delictivas son sorprendentes, pero tan reiteradas, que corremos el riesgo de perder el poder de asombro y terminemos por acostumbrarnos, banalizando el tema, hasta que sea uno el afectado.

También está el peligro de caer en comentarios xenófobos, contrarios a la caridad, como decir, “da lo mismo, son extranjeros, que se maten entre ellos”.

Las autoridades llamadas a solucionar la crisis buscan explicaciones más o menos repetidas: que estamos frente al fenómeno del crimen organizado, que cuenta con la capacidad de enrolar a muchos en la industria del delito; que estamos pagando la cuenta de un proceso de inmigración descontrolado; que vivimos en un progresivo y sistemático debilitamiento en el cumplimiento de las leyes, etcétera.

Como católicos, también debemos examinar esta realidad desde la visión que nos da la fe. Siguiendo esta pauta, podemos convenir, a lo menos en tres puntos.

Primero, son muchos los que ya no pueden diferenciar entre el bien y el mal. Esto se explica a causa del abandono o la pérdida de un sistema educativo que prescinde de educar en las leyes de Dios y en las reglas de una moral asentado en valores objetivos. Los delincuentes no se sienten vinculados por las leyes humanas ni divinas. De igual forma, hay que reconocer que no habría vendedores de droga si no tuviéramos consumidores. Tanto el que vende como el que compra no distingue entre el bien y el mal.

Cuando una persona piensa que no está llamada a cumplir las prohibiciones morales, su actuación llega a una situación límite. La falta de recta formación de la conciencia en esos casos lo lleva a estimar que todo lo puede hacer, incluyendo el dictado de más sus bajos instintos: homicidios, asaltos, secuestros, venta de drogas, etcétera.

Ahora, el tema se hace todavía más complejo de abordar si los que alientan la inmoralidad son los que tienen la investidura de autoridad. Efectivamente, si la autoridad tiene una conducta ambigua en relación con la droga y el alcohol, claramente no tendrá causa moral para querer combatir este mal, que se extiende pavorosamente en nuestros jóvenes. Si los revestidos de autoridad llevan una vida promiscua, será muy difícil que entiendan que la solución de fondo a muchos de estos males es defender a la familia, como primera educadora.   

Segundo, todos estos hechos se explican por la pérdida del sentido del pecado que afecta a tantos. Cómo lo enseña el Catecismo, “el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) (CIC 1849). Las conductas que nos tienen atónitos son las mismas que se describe San Pablo en Carta a los Gálatas. “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (5,19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5). (CIC 1852).

Frente al panorama indicado tenemos que actuar y no tener complejo a apoyar las medidas que adopte la autoridad para alcanzar el bien común. En este punto conviene recordar el criterio que recoge el Compendio de la doctrina Social de la Iglesia:

“402 Para tutelar el bien común, la autoridad pública legítima tiene el derecho y el deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos. El Estado tiene la doble tarea de reprimir los comportamientos lesivos de los derechos del hombre y de las reglas fundamentales de la convivencia civil, y remediar, mediante el sistema de las penas, el desorden causado por la acción delictiva. En el Estado de Derecho, el poder de infligir penas queda justamente confiado a la Magistratura: «Las Constituciones de los Estados modernos, al definir las relaciones que deben existir entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, garantizan a este último la independencia necesaria en el ámbito de la ley»”.

Pidamos a la Santa María, que es Reina de la Paz, que convierta a los que han elegido el camino del mal y así recuperemos la tranquilidad individual y social.

Autor: Crodegango






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