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Se advierte con facilidad que el problema de la emigración se da a nivel global. El recién asumido presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha tomado medidas concretas para responder al tema.
Detrás de los migrantes hay normalmente historias de pobreza y persecución, que los lleva a buscar mejores oportunidades. Muchos de ellos no tienen otra solución que huir a otros lugares, para evitar brutales formas de violencias como torturas, violaciones, privación de lo esencial para vivir, etcétera.
Sería una miopía no tomar conciencia que en Latinoamérica se cuentan por cientos de miles de migrantes, los que huyen a mejores destinos, como el que les ofrece nuestro país.
La solución cristiana de este asunto es altamente compleja porque supone la búsqueda de una serie de delicados equilibrios. Existe el legítimo derecho de todo Estado de controlar los flujos migratorios, para evitar se pueda complicar la solución a problemas que siempre existen en torno a las prestaciones de salud, educación, mercado laboral, seguridad ciudadana, etcétera. Sin embargo, no debemos aceptar que delincuentes de otros países vengan a delinquir al nuestro, especialmente cuando, de manera objetiva, hemos perdido la paz social y la situación está fuera de control por parte de las autoridades.
Para reflexionar serenamente sobre el tema hay que atender a las causas de la emigración, especialmente, cuando percibimos que existen países que provocan la emigración masiva de sus integrantes, como es el caso de la feroz dictadura venezolana.
Como cristianos no podemos dejar de preguntarnos ¿Qué haría Cristo en mi lugar?
El Papa Francisco ha levantado su voz sobre esta materia en muchas ocasiones, incluyendo un documento tan relevante como la Encíclica Fratelli Tutti (3 de octubre de 2020) sobre la amistad y fraternidad social. Sin perjuicio de otros temas allí examinados, recordemos los siguientes puntos:
“37. Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes. Al mismo tiempo se argumenta que conviene limitar la ayuda a los países pobres, de modo que toquen fondo y decidan tomar medidas de austeridad. No se advierte que, detrás de estas afirmaciones abstractas difíciles de sostener, hay muchas vidas que se desgarran. Muchos escapan de la guerra, de persecuciones, de catástrofes naturales. Otros, con todo derecho, «buscan oportunidades para ellos y para sus familias. Sueñan con un futuro mejor y desean crear las condiciones para que se haga realidad”.
38. Lamentablemente, otros son “atraídos por la cultura occidental, a veces con expectativas poco realistas que los exponen a grandes desilusiones. Traficantes sin escrúpulos, a menudo vinculados a los cárteles de la droga y de las armas, explotan la situación de debilidad de los inmigrantes, que a lo largo de su viaje con demasiada frecuencia experimentan la violencia, la trata de personas, el abuso psicológico y físico, y sufrimientos indescriptibles”. Los que emigran “tienen que separarse de su propio contexto de origen y con frecuencia viven un desarraigo cultural y religioso. La fractura también concierne a las comunidades de origen, que pierden a los elementos más vigorosos y emprendedores, y a las familias, en particular cuando emigra uno de los padres o ambos, dejando a los hijos en el país de origen”. Por consiguiente, también “hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra”.
39. Para colmo “en algunos países de llegada, los fenómenos migratorios suscitan alarma y miedo, a menudo fomentados y explotados con fines políticos. Se difunde así una mentalidad xenófoba, de gente cerrada y replegada sobre sí misma”. Los migrantes no son considerados lo suficientemente dignos para participar en la vida social como cualquier otro y, se olvida que tienen la misma dignidad intrínseca de cualquier persona. Por lo tanto, deben ser “protagonistas de su propio rescate”. Nunca se dirá que no son humanos pero, en la práctica, con las decisiones y el modo de tratarlos, se expresa que se los considera menos valiosos, menos importantes, menos humanos. Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad y estas actitudes, haciendo prevalecer a veces ciertas preferencias políticas por encima de hondas convicciones de la propia fe: la inalienable dignidad de cada persona humana más allá de su origen, color o religión y, la ley suprema del amor fraterno.
41. Comprendo que ante las personas migrantes algunos tengan dudas y sientan temores. Lo entiendo como parte del instinto natural de autodefensa. Pero también es verdad que una persona y un pueblo sólo son fecundos si saben integrar creativamente en su interior la apertura a los otros. Invito a ir más allá de esas reacciones primarias, porque “el problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro”.
Pidamos a la Sagrada Familia que no se endurezca nuestro corazón y que al menos, nos comprometamos frente a tanto dolor, con nuestras oraciones.
Crodegango