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Es recurrente que las noticias nos informen a diario del mismo problema, la falta de obediencia. A un funcionario lo acaban de remover por no respetar el calendario del plan de vacunación. Una famosa artista importuna a sus vecinos con ruidos molestos en una fiesta clandestina, sin respetar el aforo máximo. Una autoridad invita a los niños a saltarse los torniquetes del metro. Un grupo de parlamentarias se ufana de abogar por una ley de aborto libre, seguro y gratuito. En un país de Europa una Conferencia Episcopal decide llevar adelante un camino sinodal para discutir, entre otros temas, la apertura del sacerdocio para las mujeres, contrariando la doctrina de la Iglesia Católica. Podríamos llenar páginas consignando actos de desobediencia en el ámbito religioso o civil, individuales o colectivas.
Este tipo de conductas invita a reflexionar sobre la existencia de deberes y las razones de su cumplimiento.
La obediencia indica el acto de obedecer, de cumplir o realizar la voluntad de otro. La obediencia presupone la existencia de la autoridad, que tiene la potestad para mandar o aconsejar una conducta. Junto al que manda está el que obedece, que debe cumplir de manera libre y consciente.
La obediencia exige un grado de virtud al que están invitados todos los hombres, por el simple hecho de estar sujetos a distintos tipos de deberes y normas que provienen de vivir en comunidad.
Existen leyes humanas y leyes divinas; existen leyes dadas por la autoridad (“ley positiva”) y también otros preceptos que están escritos en el corazón de todo hombre (“ley natural”). La ley divina y la humana presuponen que somos seres racionales y que cumplimos las normas para hacer el bien y evitar el mal. La ley positiva que manda la autoridad no se opone a la ley natural, cuando ordena cosas justas y buscan el bien común.
Las leyes invitan a cumplir nuestros deberes para con Dios, para con los demás y para con uno mismo.
En lo que respecta a los deberes para con Dios, como en todos los temas, el modelo es Jesucristo. Su obediencia a la voluntad del Padre se aprecia en su oración en Getsemaní, cuando señala: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). San Pablo, en su carta a los Filipenses destaca ese hecho formulando la siguiente invitación: 5 Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús.6 Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: 7 al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, 8 se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz”. (Flp 2, 8).
Varios santos en distintas épocas han destacado el valor de la obediencia. Recordemos sus enseñanzas.
San Benito de Nursia (480-547), padre del monacato occidental y primer patrono de Europa, en su Regla indica sobre la obediencia: “1. El primer grado de humildad es una obediencia sin demora. 2. Es la que corresponde a quienes nada aman más que a Cristo” (…).
San Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de la Compañía de Jesús, escribió a los Jesuitas de Portugal una célebre carta sobre la obediencia, el 26 de marzo de 1553. Aunque no tiene desperdicio la lectura completa de la misiva, su exhortación final sintetiza el mensaje del santo, al manifestar: “Y así como he comenzado quiero acabar en esta materia, sin salir de ella, con rogaros por amor de Cristo nuestro Señor que no solamente dio el precepto, pero precedió con ejemplo de obediencia, que os esforcéis todos a conseguirla con gloriosa victoria de vosotros mismos, venciéndoos en la parte más alta y difícil de vosotros, que son vuestras voluntades y juicios; porque así, el conocimiento y verdadero amor de Dios nuestro Señor posea enteramente y rija vuestras ánimas por toda esta peregrinación, hasta conduciros con otros muchos por vuestro medio al último y felicísimo fin de su eterna bienaventuranza”.
En nuestra época, San Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), sacerdote español fundador del Opus Dei, se ocupó de este asunto en varios de sus escritos espirituales. Resume su visión estas palabras: “Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad” (Es Cristo Que Pasa, Nº 20).
En una época de desobediencia reiterada a todo lo que supone autoridad los católicos estamos invitados a hacer un fecundo “apostolado de la obediencia”, cumpliendo con alegría las leyes de Dios y las leyes civiles (cuando no ofenden el plan divino). Cuando nos ceñimos a los preceptos de la autoridad estamos haciendo un gran aporte al bien común, dando un ejemplo de cultura cívica que tanta falta nos hace.
Nos puede ayudar a mejorar en esto hacer un examen de conciencia respondiendo sinceramente: ¿Obedezco a Dios? ¿Obedezco lo que enseña la Iglesia Católica? ¿Me pongo en lugar de la autoridad cuando me ordena algo? ¿Cumplo fielmente las obligaciones que me impone vivir en sociedad? ¿Critico a la autoridad por el solo hecho de mandar? ¿Trato siempre de salirme con la mía, desobedeciendo lo que me indican? ¿Quiero obedecer como Cristo en Getsemaní?
Pidamos a Santa María, que interceda por nosotros para tener la humildad que nos permita obedecer con la alegría propia de los cristianos.
Crodegango