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Dentro de los temas más complejos de la convivencia humana está el de la cultura. Su relevancia no es ajena a los cristianos, como miembros de la Iglesia y ciudadanos. Reflexionar sobre este tema es un deber de conciencia en estos tiempos. Como lo declaraba San Juan Pablo II, al referirse a la relación entre cultura y ética: “La síntesis entre fe y cultura no es solamente una exigencia de la cultura sino de la fe. Una fe que no se traduce en cultura es una fe que no ha sido plenamente acogida, totalmente pensada y fielmente vivida” (AAS (1982) 695).
El tema adquiere especial relevancia en este momento histórico en el que se propone, legítimamente, confirmar o revisar las reglas institucionales que nos han regido como país.
No debe extrañar a nadie que algunos quieran seguir profundizando en un evidente cambio cultural que se viene dando en nuestra sociedad sobre la dimensión religiosa de la vida humana. La historia de otras naciones cristianas da cuenta que siempre hay actores políticos interesados, con mayor o menor ímpetu, en negar relevancia pública a la religión. En sus posturas más extremas esto ha llevado a intentar suprimirla o, a lo menos, restringir las múltiples manifestaciones del fenómeno religioso. Este tipo de “revoluciones culturales” son alentadas por grupos convencidos de la necesidad de implantar derechamente el “Estado laico”.
El denominado “Estado Laico” enarbola la bandera de la igualdad, pero para atacar o negar la libertad religiosa a través de variados instrumentos. Como su base o sistema filosófico es el relativismo ético, se niega -como postulado dogmático de la fe laica- valor a cualquier criterio objetivo de moralidad y de justicia, como los que forman parte de los valores irrenunciables de la ética política cristiana (ver editorial anterior). Si una votación o un sondeo de opinión determina, por ejemplo, que la “voluntad general” quiere el aborto, la eutanasia o el matrimonio entre personas del mismo sexo, etc., ello simplemente se debe ejecutar; lo mismo acontece con otros temas relevantes, como es la enseñanza de la religión, donde se condiciona la ayuda estatal a la claudicación en los idearios religiosos. En la misma orientación, se busca privar a las confesiones religiosas, por ejemplo, de las exenciones tributarias en los bienes destinados al culto o a fines educacionales, atendido que las creencias no pueden ser financiadas por un Estado que se presenta como “neutral” o “laico”, y que debe garantizar igualdad de trato en las cargas impositivas.
La lógica de estas “revoluciones culturales” siempre es la misma: suprimir toda la influencia religiosa del ámbito público, con especial empeño en la educación y en la conformación de la familia. Al laicista el influjo de la religión en esos ámbitos les parece contrario a la razón y a su concepto de libertad totalitaria.
Sigamos pidiendo al Espírito Santo que nos ayude a discernir, de manera coherente con nuestra fe, qué es lo mejor en esta etapa política en que nos encontramos.
Crodegango