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Examinar la historia del Papado, durante el siglo XX, nos puede ayudar a entender muchos fenómenos actuales. A cada uno de los sucesores de San Pedro les correspondió enfrentar acontecimientos de la vida de la Iglesia y del mundo que siguen presentes hasta el día de hoy.
Tal como lo examinaremos, en sus Mensajes encontramos constantes referencias a la paz y a la guerra; a la democracia y a la tiranía; a las libertades individuales, los derechos humanos y la calidad de vida; a la proyección del Evangelio en la actividad pública; a la renovación de la experiencia cristiana individual; a las vocaciones sacerdotales y al estado religioso; al diálogo de la fe con la cultura; a la estabilidad e identidad de la familia; a las transformaciones del mundo económico y laboral; etc.
De manera particular interesa resaltar las enseñanzas contenidas en Encíclicas y Exhortaciones Apostólicas, que son alguno de los tipos de leyes que puede dictar el Papa, en ejercicio de la sacra potestas (potestad sagrada). Las prerrogativas atribuidas directamente por Jesucristo a Pedro, el primer Papa, han sido el factor constitucional y permanente de la Iglesia Católica, de ahí el interés y el deber de conocerlas. Las encíclicas (del griego kýklos, círculo) son documentos en los que el papa se pronuncia sobre alguna materia de fe y costumbre, de filosofía, de doctrina social y económica, de disciplina y política eclesial. La Exhortación Apostólica trata de un mensaje que dirige a una comunidad católica para dar indicaciones concretas sobre una cuestión en particular, con un fin pastoral, normalmente tras haber consultado a los obispos en los sínodos, pero no es necesario que sea así.
Durante el siglo XX ocuparon la Cátedra de San Pedro los siguientes pontífices:
· León XIII (1878-1903).
· Pío X (1903-1914).
· Benedicto XV (1914-1922).
· Pío XI (1922-1939).
· Pío XII (1939-1958).
· Juan XXIII (1958-1963).
· Pablo VI (1963-1978).
· Juan Pablo I (1978)
· Juan Pablo II (1978- 2005).
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León XIII (1878-1903)
Gioacchino Pecci, nació en Carpineto (Anagni) el 2 de marzo de 1810. Se doctoró en Roma en Teología. Recibió la ordenación sacerdotal el 31 de diciembre de 1837. Recibió la consagración episcopal el 19 de febrero de 1843. El 9 de diciembre de 1853 Pio IX le nombró cardenal. Su largo pontificado (1878-1903) le obligó a enfrentarse con múltiples cuestiones.
A este Papa le correspondió gobernar el tercio final del siglo XIX, época en que comenzaba a consolidarse las ideas liberales, que postulaban una defensa de la secularización, donde el hecho religioso sólo debía manifestarse en el ámbito de la conciencia individual, sin ninguna proyección social o pública. La batalla entre la Iglesia Católica y el liberalismo fue básicamente la libertad de conciencia. Este tema tendría gran importancia en una serie de fenómenos: la secularización general de la vida, la enseñanza laicista y la promoción del divorcio. En este último punto, la defensa del matrimonio indisoluble, que hace la Iglesia Católica desde siempre, era combatida con dureza por los liberales, que contaba como aliados a los cristianos de raíz protestante. En efecto, en el ámbito del protestantismo, al suprimir el carácter sacramental de la unión matrimonial, trasladaron el matrimonio al campo de las relaciones morales personales, aceptando de este modo el divorcio como una manifestación de la “mentalidad moderna”. Para la ideología liberal sólo eran admisibles los creyentes que fueran partidarios de la secularización de la sociedad. Esto explica el surgimiento de creyentes que adscribieran a los postulados de la ideología liberal, abandonando la idea que la moral no surge de la Revelación, sino de la experiencia individual y de una mal entendida “libertad de conciencia”.
Al asumir León XIII expuso mediante dos Encíclicas su visión de los tiempos: Inscrutabili Dei concilio y Quod apostolici muneris.
La primera de ellas fue dada el 21 de abril del año 1878. En ella invita a los católicos a la “defensa de la Iglesia de Dios y la salvación de las almas, cumpliendo en esto el encargo que Dios nos ha confiado”. Al describir la causa de los males de su época señalaba como tales: la difundida subversión de las supremas verdades, en las cuales, como en sus fundamentos, se sostiene el orden social; el desprecio de las leyes que rigen las costumbres y defienden la justicia; la insaciable codicia de bienes caducos y el olvido de los eternos; la malversación de los fondos públicos. De manera particular, el Papa denunciaba la descomposición de la familia, señalando que, “la corrupción, que contamina las familias, viene a contagiar y a viciar desgraciadamente a cada uno de los ciudadanos. Por el contrario, ordenada la sociedad doméstica conforme a la norma de la vida cristiana, poco a poco se irá acostumbrando cada uno de sus miembros a amar la Religión y la piedad, a aborrecer las doctrinas falsas y perniciosas, a ser virtuosos, a respetar a los mayores, y a refrenar ese estéril sentimiento de egoísmo, que tanto enerva y degrada la humana naturaleza”.
En la segunda Encíclica, Quod apostolici muneris, de 28 diciembre 1878, señala a los tres enemigos de la época: el socialismo, el comunismo y el nihilismo. En el documento se denunciaba sobre esas ideologías: “Nada dejan intacto e íntegro de lo que por las leyes humanas y divinas está sabiamente determinado para la seguridad y decoro de la vida. A los poderes superiores -a los cuales, según el Apóstol, toda alma ha de estar sujeta, porque del mismo Dios reciben el derecho de mandar- les niegan la obediencia, y andan predicando la perfecta igualdad de todos los hombres en derechos y deberes. Deshonran la unión natural del hombre y de la mujer, que aun las naciones bárbaras respetan; y debilitan y hasta entregan a la liviandad este vínculo, con el cual se mantiene principalmente la sociedad doméstica”. “4. Atraídos, finalmente, por la codicia de los bienes terrenales, que es la raíz de todos los males, y que, apeteciéndola, muchos erraron en la fe, impugnan el derecho de propiedad sancionado por la ley natural, y por un enorme atentado, dándose aire de atender a las necesidades y proveer a los deseos de todos los hombres, trabajan por arrebatar y hacer común cuanto se ha adquirido a título de legítima herencia, o con el trabajo del ingenio y de las manos, o con la sobriedad de la vida”.
Por último, León XIII es conocido por la encíclica Rerum novarum (Acerca de las nuevas cosas), en la que denunciaba la situación de los obreros. Ella fue dada el 15 de mayo de 1891. No pierde vigencia su mensaje, en particular, cuando señala: “26. No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. De la comunidad, porque la naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la custodia de la salud pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del poder; de los miembros, porque la administración del Estado debe tender por naturaleza no a la utilidad de aquellos a quienes se ha confiado, sino de los que se le confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe cristiana. Y, puesto que el poder proviene de Dios y es una cierta participación del poder infinito, deberá aplicarse a la manera de la potestad divina, que vela con solicitud paternal no menos de los individuos que de la totalidad de las cosas. Si, por tanto, se ha producido o amenaza algún daño al bien común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público”.
Pidamos a la Santísima Trinidad para que busquemos siempre el bien común.
Crodegango.